Cuando pensamos en la guerra, especialmente en lo que el cine y la televisión nos han mostrado durante décadas, lo primero que viene a la mente son hombres. Soldados rudos y decididos, enfundados en uniformes verde oscuro, dispuestos a sacrificarlo todo por su patria. Historias épicas de valentía masculina, de héroes condecorados y recibidos entre vítores y besos de sus amadas, que pacientemente los esperaron en casa. Las mujeres, cuando aparecen en estos relatos, suelen ocupar un lugar decorativo: enfermeras de uniforme impecable, dedicadas a curar heridas y brindar palabras amables. Su rol es secundario, apenas un respiro entre batallas, y pocas veces las vemos como protagonistas de su propia historia.

Sin embargo, la realidad de los conflictos armados es mucho más compleja. Durante la Segunda Guerra Mundial, cerca de un millón de mujeres se integraron a las filas del Ejército Rojo. Combatieron codo a codo con los hombres, se unieron a la resistencia partisana, asumieron tareas de combate, espionaje, sanidad y logística. Cada una motivada por razones personales: proteger a su familia, defender su país o incluso por la esperanza de que, entre las filas, podrían tener acceso a un pedazo de pan. A pesar de su papel crucial en la guerra, las memorias de estas mujeres han sido invisibilizadas. En la mayoría de las novelas, películas y documentales sobre el conflicto, sus nombres y rostros están ausentes. ¿Quiénes fueron? ¿Qué vivieron? ¿Qué quedó de ellas después de la guerra? ¿Alguna vez las reconocieron como heroínas o, por el contrario, su valentía se convirtió en motivo de vergüenza?

Estas son las preguntas que atraviesan La Guerra no Tiene Rostro de Mujer, obra en la que Svetlana Alexievich Premio Nobel de Literatura 2015— recopila y da forma a los testimonios de cientos de mujeres que vivieron la guerra desde dentro. Al igual que en Voces de Chernóbil, Alexievich construye su narrativa a través de monólogos, otorgando a sus entrevistadas un espacio para contar lo que nunca les permitieron decir. Sus voces, en muchos casos, habían sido silenciadas durante años, cuando al volver a casa descubrieron que, lejos de ser recibidas como heroínas, eran vistas con sospecha o desprecio.

Las entrevistas revelan una visión de la guerra que rara vez se cuenta: el miedo constante, el hambre, el frío, la muerte de sus compañeros, la violencia sexual y el peso de tener que disparar un arma por primera vez. Sin embargo, lo más desgarrador de sus relatos no siempre es el recuerdo de la guerra misma, sino lo que vino después. En un entorno profundamente machista, su valor y sacrificio fueron considerados inadecuados para una “mujer decente“. Las que habían luchado, las que cargaban con cicatrices visibles e invisibles, fueron apartadas, señaladas, condenadas al olvido.

Cada testimonio es un pedazo de memoria recuperada. Mujeres que, en su adolescencia o primera juventud, dejaron atrás sus vidas cotidianas para empuñar un fusil, manejar un tanque o salvar vidas en condiciones imposibles. Algunas llegaron al frente por patriotismo, otras por amor, otras porque no había opción. Lo que encontraron fue un mundo brutal, donde la línea entre sobrevivir y conservar la humanidad era demasiado delgada.

El libro, censurado en Rusia hasta 2002, es mucho más que un relato sobre mujeres en la guerra. Es un cuestionamiento profundo a la forma en que las sociedades recuerdan y narran sus propias historias. La guerra, como bien señala Alexievich, no es sólo cosa de hombres, pero el relato oficial rara vez ha estado dispuesto a admitirlo. Estas voces rescatadas nos obligan a mirar más allá de las medallas y las estatuas, hacia las vidas rotas que sostienen esas narrativas de gloria.

La Guerra no Tiene Rostro de Mujer es un libro duro, incómodo y necesario. Nos recuerda que la historia está incompleta si ignoramos a quienes también la vivieron, y que las mujeres, incluso en las circunstancias más extremas, han sido protagonistas. Su voz importa. Su memoria importa. Y aunque por décadas se intentó silenciarlas, la obra de Alexievich nos demuestra que aún hay tiempo para escucharlas.