Si caminas por la calle peatonal de Madero en el Centro Histórico de la Ciudad de México, hay un edificio que inevitablemente roba miradas: se trata de la Casa de los Azulejos o el Sanborns de los Azulejos, una verdadera obra de arte arquitectónica que brilla con miles de azulejos de talavera poblana. Su fachada azul y blanca, que parece sacada de un cuento barroco, la ha convertido en uno de los lugares más emblemáticos y fotografiados del centro de la capital mexicana.Una mansión con linaje (y un toque de drama

Aunque todxs la conocen como Casa de los Azulejos, su nombre original es mucho más formal: el Palacio de los Condes del Valle de Orizaba. Sí, como suena: condes, títulos nobiliarios y todo el glamour virreinal que eso implica. Este elegante palacio fue construido en el siglo XVI, pero tomó su forma actual en el siglo XVIII, cuando Graciana Suárez de Peredo, séptima condesa del Valle de Orizaba, decidió embellecer la casona familiar recubriendo su fachada con azulejos poblanos y finos detalles en cantera. El resultado fue tan espectacular que el edificio pasó a llamarse en aquel entonces el “Palacio Azul”.

La historia de esta casa comienza con la unión de dos propiedades señoriales: una al norte y otra al sur de un antiguo callejón, justo frente a lo que hoy es el convento de San Francisco. Las casas pasaron por varias manos hasta que llegaron a la familia Vivero, que con el tiempo heredó el título de condes del Valle de Orizaba. Uno de los primeros en vivir aquí fue Luis de Vivero, hijo del primer conde y nieto del importante virrey y gobernador de Filipinas, Rodrigo de Vivero y Aberrucia. Aunque Luis unió las dos casas, fue su descendiente Graciana quien las transformó en el icónico palacio que admiramos hoy.

Los trabajos de remodelación en 1737 estuvieron a cargo del maestro Diego Durán Berruecos, quien no solo colocó los azulejos de talavera en la fachada, sino que también talló en cantera los arcos, balcones, columnas, puertas y ventanas. Todo para que la Casa de los Azulejos no pasara desapercibida entre las calles más transitadas del virreinato.

Y vaya que no pasó desapercibida. El 27 de septiembre de 1821, cuando Agustín de Iturbide hizo su entrada triunfal a la ciudad al frente del Ejército Trigarante, un arco de flores y guirnaldas fue levantado justo frente al edificio, y los balcones de la casa se engalanaron con terciopelos carmesí para celebrar la consumación de la Independencia. El momento quedó inmortalizado en una acuarela anónima, donde la Casa de los Azulejos aparece como testigo silencioso de la historia.

No todo ha sido esplendor y decoración. La Casa de los Azulejos también ha sido escenario de tragedias dignas de una novela. Durante el Motín de la Acordada, un evento caótico que sacudió la ciudad, Andrés Diego Suárez de Peredo, descendiente de los condes, fue asesinado en las escaleras del patio por el oficial Manuel Palacios. ¿La razón? Palacios estaba enamorado de una joven de la familia y, al no recibir el visto bueno, optó por la peor de las venganzas. Fue ejecutado por garrote vil frente a la Plaza de Guardiola.

Con el paso del tiempo, los títulos nobiliarios fueron suprimidos en México, y muchos de los escudos de armas que decoraban palacios como este fueron eliminados. Sin embargo, uno sobrevivió: el que está dentro del edificio, justo debajo del mural “Omnisciencia”, el cual conserva una frase digna de bordarse en un cojín: Fuerza ajena ni le toca ni le prende, solo su virtud le ofende.

Después de la Independencia, la Casa de los Azulejos pasó de mano en mano: fue residencia de la familia Yturbe Idaroff, sede del exclusivo Jockey Club de México en tiempos de Porfirio Díaz (ese que amaba todo lo francés), y hasta albergó por un corto periodo a la Casa del Obrero Mundial. El poeta Manuel Gutiérrez Nájera la inmortalizó en su poema La Duquesa Job, aludiendo a sus salones como parte del paisaje social de la ciudad.

Finalmente, en el siglo XX, el edificio encontró su vocación más democrática: convertirse en la casa matriz de Sanborns. Desde entonces, es café, restaurante, tienda y salón para el brunch dominical de miles de chilangos y chilangas, así como de turistas por igual. ¿Quién no se ha tomado un chocolate caliente con pan dulce bajo su impresionante techo de vitrales?

Hoy, la Casa de los Azulejos sigue brillando en plena esquina de Madero y Cinco de Mayo, no solo como símbolo del pasado virreinal, sino como un punto de encuentro cultural, histórico y gastronómico. Su fachada cubierta de talavera, su elegante patio interior, sus escaleras majestuosas y ese aire de “he visto siglos pasar” la convierten en una parada obligatoria para quien quiera entender —y saborear— un pedacito del alma de la Ciudad de México.

Así que la próxima vez que pases por ahí, no olvides mirar hacia arriba, admirar los detalles, y tal vez entrar por un café quemado… porque pocos lugares combinan tan bien el barroco novohispano con un club sándwich.

Dirección: Av. Francisco I. Madero #4, Centro Histórico, Ciudad de México,CDMX