En el corazón de la Ciudad de México, justo frente al imponente Museo Nacional de Antropología, se alza una de las piezas más fascinantes de la cultura mesoamericana: el Monolito de Tláloc. Esta escultura monumental, con sus 7 metros de altura y 168 toneladas de peso, no solo impresiona por su tamaño, sino también por la rica historia y el simbolismo que la rodean.

El Monolito de Tláloc es un tributo a la deidad mesoamericana de la lluvia, el agua y la fertilidad. Sin embargo, no todxs están de acuerdo con esta identificación: algunxs creen que podría representar a Chalchiuhtlicue, la diosa femenina de los lagos y los ríos, compañera o hermana de Tláloc. Este debate se debe a detalles únicos de la escultura, como los doce orificios en su lengua y la postura de sus brazos, que no encajan completamente con las representaciones tradicionales de estas deidades.

Más allá de esta controversia, lo que es indiscutible es que este coloso de piedra estaba profundamente vinculado a las tradiciones y creencias de San Miguel Coatlinchán, en el Estado de México, su lugar de origen. Allí, los habitantes lo llamaban la Piedra de los Tecomates, en alusión a las hendiduras circulares que se asemejan a jícaras usadas para recolectar agua. Según las leyendas locales, el agua de lluvia que se acumulaba en estas hendiduras tenía propiedades curativas.

El monolito estuvo enterrado durante siglos, según los relatos, para protegerlo de la llegada de los conquistadores españoles. Fue redescubierto en el siglo XIX y rápidamente captó la atención de pintores, arqueólogos y viajeros curiosos. Entre ellos destaca el artista José María Velasco, quien lo pintó en 1889, y el arqueólogo Leopoldo Batres, quien lo identificó como Tláloc en 1903 tras realizar excavaciones en la zona.

San Miguel Coatlinchán no solo consideraba al monolito como una pieza arqueológica; era un símbolo sagrado y un lugar de culto para quienes buscaban la bendición de la lluvia. Durante décadas, el monolito atrajo a visitantes que lo admiraban, ofrecían ofrendas y lo asociaban con el poder del agua.

La historia del Monolito de Tláloc dio un giro dramático en 1964, cuando el presidente Adolfo López Mateos decidió trasladarlo al recién construido Museo Nacional de Antropología. Este traslado fue todo un acontecimiento: no solo por el desafío técnico de mover una pieza tan colosal, sino también por la resistencia de los habitantes de Coatlinchán, quienes consideraban la pieza como parte fundamental de su identidad.

Durante meses, la comunidad se opuso con fuerza, incluso saboteando los intentos iniciales de traslado. Ante esta resistencia, el gobierno desplegó al Ejército Mexicano y a la policía para sofocar cualquier intento de impedir la extracción del monolito. Finalmente, en la madrugada del 16 de julio de 1964, un vehículo especial de 64 ruedas, impulsado por dos tráileres, inició el viaje hacia la Ciudad de México.

El recorrido fue épico. A lo largo del camino, cientos de personas se congregaron para despedir al monolito en su pueblo natal o para recibirlo en su nueva casa. El 17 de julio, mientras el coloso avanzaba por el Centro Histórico, una tormenta torrencial inundó las calles, alimentando la leyenda de que Tláloc había desatado su furia por haber sido removido de su hogar.

Hoy en día, el Monolito de Tláloc se ha convertido en uno de los símbolos más representativos de la Ciudad de México. Ubicado sobre Paseo de la Reforma, frente al Museo Nacional de Antropología, es una de las esculturas más fotografiadas por visitantes nacionales y extranjerxs.

Este gigante no solo es una joya arqueológica, sino también un recordatorio del poder de las fuerzas naturales y de la conexión espiritual que las culturas antiguas tenían con su entorno. En los días de lluvia, muchos habitantes de la capital no pueden evitar mirar al cielo y bromear diciendo que Tláloc está haciendo de las suyas.

Ya sea que lo admires como una pieza histórica, como una obra maestra de la cultura nahua o como el guardián de la lluvia, el Monolito de Tláloc nunca deja de fascinar. La próxima vez que lo visites, detente un momento a contemplar su grandeza. Piensa en el viaje que lo llevó hasta ahí, en las leyendas que lo rodean y en cómo sigue inspirando respeto y admiración en todos los que se detienen bajo su imponente mirada.

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