Gordon Comstock era un hombre culto. Un poeta que, por necesidad, se había visto obligado a trabajar como redactor publicitario, escribiendo los copys de los grandes productos que arrasaban con el mercado inglés de la década de 1930. Aunque ganaba bien en la agencia New Albion, no se sentía realmente feliz ni cómodo con su trabajo. Y es que, desde hacía algún tiempo, Gordon había comprendido que su oficio solo contribuía a alimentar la devoción por el dios Dinero, contra el cual él había decidido declararse en abierta rebelión.
Pero, bajo la fina superficie del fraude comercial, se escondía una realidad mucho más profunda: se percató de que el culto al dinero había sido elevado a la categoría de religión. Y esta realidad se le antojó cada vez más evidente. Tal vez sea la única religión real que nos queda, la única que verdaderamente «practicamos». El dinero ocupa el lugar de Dios.
Por eso abandonó su prestigioso empleo y se refugió en una librería destartalada, donde apenas ganaba unos chelines a la semana, pero podía convivir con su más grande pasión: la poesía. Gordon era un poeta publicado y, aunque su primer libro fue bien recibido por la crítica, apenas logró vender unas cuantas copias. Sin embargo, eso no lo desanima: está convencido de que su nuevo proyecto, un poema épico titulado Los Placeres de Londres, marcará un antes y un después en la literatura inglesa.
El primer efecto de la pobreza es que mata el pensamiento.
Pero declararle la guerra al dinero en un mundo regido por el dios Dinero no es tarea fácil. Con un salario miserable, Gordon apenas puede cubrir sus necesidades más básicas. Y aunque esto era parte de su plan, pronto descubre que el dinero no solo compra comida o techo, sino también tiempo, libertad, relaciones y hasta amor. En su mundo, no se puede comer sin dinero, ni leer, ni tener amigos, ni siquiera amar sin que medie alguna transacción económica.
Porque, después de todo, ¿qué hay detrás de todo eso sino dinero? Dinero para una educación esmerada, dinero para trabar amistades influyentes, dinero para disfrutar de tiempo libre y de tranquilidad mental, dinero para los viajes a Italia. El dinero escribe libros y el dinero los vende. iOh, Señor, no me concedas rectitud, sino dinero, sólo dinero!
Que no muera la aspidistra es la tercera novela —cuarta obra literaria— de George Orwell. En ella relata la historia de un hombre que lucha por mantenerse fiel a sus convicciones, alejándose lo más posible del culto al capital. Como muchas de sus obras (salvo Rebelión en la granja y 1984), tiene un tono autobiográfico que nos permite entender mejor la vida de Orwell y los dilemas éticos que marcaron su pensamiento, obra y acciones.
El bien y el mal ya no importan, salvo cuando van ligados al éxito y al fracaso. De ahí la profunda conexión entre el bien, la bondad, y el éxito. Los diez mandamientos se reducen a dos: «ganarás dinero», dirigido a los jefes, que son los elegidos, los sumos sacerdotes del dios del dinero; y «no perderás tu trabajo», que atañe a los empleados, esa gran masa de esclavos y subordinados.
Más allá del valor autobiográfico —pues Orwell también trabajó en una librería y vivió en carne propia la precariedad económica—, Que no muera la aspidistra es una novela que vale la pena por su prosa ágil, su tono sombrío y su crítica mordaz a la modernidad. A través de la historia de Gordon, Orwell nos invita a reflexionar sobre los costos humanos del progreso industrial y del dominio de la publicidad: un mundo donde producir riqueza importa más que preservar la vida o la dignidad. Un mundo donde incluso los médicos, hospitales y farmacéuticas estarían dispuestos a dejarte morir si no puedes pagar por tu cura.
El tema del dinero todavía lo atormentaba. ¿Cómo se puede hacer el amor cuando tu mente sólo piensa en los ocho peniques que tienes en el bolsillo?
Lejos de ofrecer respuestas fáciles, Orwell nos deja frente a una pregunta inquietante: ¿es posible vivir fuera del sistema sin quedar excluido de todo lo que hace que valga la pena vivir? Que no muera la aspidistra no es solo una crítica al capitalismo; es también un retrato honesto del precio que se paga por querer ser libre.